GABINETE DE LECTURA

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Una civilización muerta
Rafael de Zayas Enríquez

Soy un entusiasta soñador de lo porvenir y, al mismo tiempo, un contemplador melancólico de lo pasado.

Los hombres que fueron, las razas que han desaparecido, las civilizaciones que han muerto, aparecen ante los ojos de mi espíritu como una visión hermosa, y me causan una tristeza vaga y profunda a la vez, sosegada y reflexiva, y reconstruyo épocas y sociedades y hechos, todo el medio ambiente, y vivo en él, y en él sufro, o me recreo, según la luz que alumbra la escena y el estado de mi ánimo.

Como todos los idealistas, casi ignoro lo presente.

Lo presente es para mí una estación en la que acabo de desembarcar, y desde la que miro desaparecer por un lado el tren que me trajo y aparecer por el lado opuesto el tren que me ha de llevar inmediatamente más lejos, sin darme tiempo para examinar el punto en que me encuentro. Veo el horizonte que huye detrás de mí, y el horizonte que se extiende por delante, pero no el punto en que me encuentro, y que se desliza bajo mi carro apenas lo tocan las ruedas.

Poblaciones tan magníficas como Nueva York nada dicen a mi alma, a pesar de su grandiosidad, porque representan ante ella ese momento efímero de lo presente; y tengo que transportarme en la imaginación, para admirarlas. En cambio, las ciudades antiguas, como Roma o París, me atraen, me seducen, me encantan, porque me sirven de pretexto para evocaciones sublimes, para reconstrucciones ideales, en las que veo todo lo que fue y todo lo que me figuro que puede haber sido, desarrollándose ante mi vista un panorama encantado y retrospectivo que comienza en hoy y se prolonga hasta perderse en las sombras misteriosas de los tiempos.

Por eso es que, al recorrer el Continente americano, encuentro que los Estados Unidos forman la región más importante y que México es la de mayor interés.

Y no es su riqueza minera, sus soberbios paisajes, su exuberante naturaleza, sus ciudades modernizadas lo que me cautiva; sino sus civilizaciones muertas, sus razas desaparecidas, o a punto de desaparecer, sus tradiciones, sus leyendas, su historia, sus ruinas, sus jirones de arte esparcidos a los cuatro vientos. Y de la región mexicana la que merece mi preferencia es la que comprende a Chiapas, Tabasco, parte del istmo de Tehuantepec y la Península de Yucatán, en la que la humanidad americana precolombina alcanzó un desarrollo más rápido y una civilización más avanzada que todas las demás agrupaciones étnicas del Continente, lo que se debió a circunstancias especiales de clima, de fertilidad del suelo y a otras causas que ignoro y que concurrieron en la India, por lo que respecta al Asia, y al Egipto, por lo que se relaciona con el África.

El río Usumacinta ha representado en esa región el mismo papel que el Nilo en Egipto. Allí, a orillas de ese río majestuoso, con sus desbordamientos periódicos que llevan la fecundidad, de ese río nacido en las montañas del Petén, hijo de la laguna de Panaxachel, a quien rinden tributo las filtraciones de los Islotes, al que se une multitud de arroyos, los que, en tiempos de lluvias, son otros tantos ríos, que penetra en el territorio mexicano ya con rico caudal de agua, pasa por las ruinas del Palenke, como el Nilo por las de Memphis, y se divide en tres grandes ramas, cual buscando un número simbólico, antes de lanzarse al Golfo; allí, a orillas de ese río, que deberíamos juzgar sagrado, como el Nilo y el Ganges, se encontró, ya que no la cuna de la humanidad americana, al menos de la gran civilización de este Continente.

No hubo necesidad de budas, ni de egipcios, ni fenicios, ni de chinos, ni de israelitas, ni de ninguna de esas razas que la fantasía de antropólogos y de historiadores hacen inmigrar en esta región, trayendo aquende el océano gérmenes de sus civilizaciones, pues por los mismos métodos que estos la obtuvieron se pudo obtener y se obtuvo aquí.

La familia Maya-quiché, la gran familia de este continente, debió ser la resultante de ese movimiento moral e intelectual que notamos en otras razas del Viejo Mundo. Esa familia, cuando estuvo en su completo desarrollo, cuando quizás fue demasiado numerosa, se desbandó en peregrinaciones sucesivas.

Una rama, tal vez ya en la época de la decadencia, se dirigió por la costa del Golfo y penetró en la región veracruzana, entró en Tamaulipas y, quizás, atravesó el río Bravo para perderse en las llanuras del Norte. Ídolos, tradiciones y monumentos así parecen comprobarlo, siendo de notarse que, a medida que esa raza se va alejando de su centro, sus construcciones son menos monumentales, y sus huellas, cada vez menos profundas, se pierden en el Norte.

Otra rama se dirigió hacia el Sur, penetrando en el Ecuador. ¿Llegó hasta el Perú? No lo puedo asegurar todavía, pero lo sospecho.

Otra rama se dirigió por el istmo de Tehuantepec hasta el que es hoy Estado de Oaxaca, y no me parece aventurado en demasía pretender que los zapotecas heredaron mucho de ella.

Pero las grandes emigraciones fueron hacia la península Yucateca. Las dos principales y que debieron verificarse en épocas distintas, tomaron diferente rumbo. La una debió haber entrado en Honduras, y de allí, por el Sur de Yucatán, siguió a lo largo del Mar Caribe, donde debió haberse establecido. La otra gran emigración salió a la costa del Golfo, por el Estado de Tabasco, y de allí, siempre costeando siguió rumbo a Oriente primero al Norte después, por las costas de Campeche y concluyó su peregrinación volviendo hacia el Oriente, hasta encontrarse con la raza hermana, en el mismo territorio yucateco.

Desde el punto de vista etnográfico, y desde cualquiera otro que se la considere, la raza maya constituye una familia solamente. Es una de las ramas de la gran raza amarilla, que se aisló de las demás, desde temprano, se desarrolló por sí sola, y a la que después aportaron su contingente otras razas que encontró en sus peregrinaciones, o que se fundieron en ella, en pequeña proporción, después que estuvo adueñada del vasto territorio que ocupó en nuestro continente, desde Guatemala hasta el Cabo Catoche.

La raza maya tenía, y conserva aún, características físicas y morales que algo la distinguen de todas las demás que figuran en América. Los hombres son de estatura mediana, como la de la mayor de los indígenas de México; bien proporcionados, esbeltos, fuertes, con esa fuerza más de resistencia que de impulso, que es propia de los indios. Sus facciones son bastante regulares; la nariz aquilina, o aborregada, a veces muy pronunciada; los pómulos salientes, aunque sin exageración chocante; los ojos negros, la mirada serena y a las veces con relámpagos de audacia. No hay en ellos la oblicuidad de ojos de los chinos, ni cosa que se lo parezca. El cabello muy negro y muy lacio. La boca bien formada, con labios de mediano grueso, dientes cortos, fuertes y blancos. Los pies y las manos pequeños y anchos. El porte es airoso, y nunca se encuentran individuos de aspecto servil a pesar de los años, de los siglos que llevan de vasallaje.

Las mujeres son bien proporcionadas, tienen facciones finas, ojos expresivos, y el busto bien modelado; finos los tobillos y las muñecas, cuello esbelto y andar airoso.

Tanto las mujeres como los hombres son poco propensos a la gordura, en el primer tercio de la vida; pero las mujeres que han sido madres y pasaron de los treinta años, engordan tal vez demasiado. Encanecen muy tarde, como todos los indios, y conservan su dentadura por largos años, cuando no comen comidas europeas.

Así eran, así son los mayas.

Creían en la existencia del alma y la tenían por inmortal, pues profesaban el principio de que después de la muerte había otra vida más excelente, de la cual gozaba el espíritu al separarse del cuerpo. Esa vida futura estaba dividida en mala y buena, la primera para los que habían vivido en el vicio; la segunda para los virtuosos. Adoraban multitud de dioses, siendo el principal Kinchachau. Se veneraba tanto a los sacerdotes que acabaron por ser los verdaderos señores; castigaban y premiaban y eran obedecidos ciegamente, y eran tan curiosos en las cosas d la religión como en las del gobierno.

Según Herrera, se practicaba entre los mayas el bautismo, y en su lengua esa palabra quiere decir “renacer”. Tenían a ello tanta devoción y reverencia, que nadie dejaba de recibirlo. También se confesaban, mas era al tiempo de morirse, o cuando la mujer iba a dar a luz.

La lengua maya es rica. El padre Buenaventura asienta en la dedicatoria de su famosa gramática de ese idioma, que “es tan afectuoso que casi no padece equivocación en sus voces, propiamente pronunciadas; tan profuso que no mendiga de otro alguno las propiedades; tan propio que aun sus voces explican la naturaleza y propiedades de los objetos, que parece que fue el más semejante al que los labios de nuestro primer padre dio a cada cosa su esencial y nativo nombre.”

Varios autores aseguran que la lengua maya es una de las más ricas y abundantes de la antigua América.

Se dice que los mayas cultivaban la literatura en varios de sus ramos, teniendo especial predilección por la historia, la que se escribía en libros, en los Katunes y otros monumentos públicos. Los jeroglíficos misteriosos que se encuentran en las paredes, en las vigas, en los dinteles y cornisas de sus edificios, hoy en ruina, son otras tantas páginas indescifrables de sus anales. Indescifrables, porque se ha perdido la clave.

¿Tendrían los sacerdotes una lengua especial, propia, y una escritura hierática correspondiente a esa lengua? Tal vez, y por eso no pueden descifrarse los manuscritos e inscripciones valiéndose del idioma que habla el pueblo.

Sobre la escritura dice el obispo Landa que usaban de ciertos caracteres, o letras, con los cuales escribían en sus libros cosas antiguas y sus ciencias, y con ellas, y figuras y algunas señales en las figuras, entendían sus cosas y las daban a entender y las enseñaban. “Hallámosles, añade, grande número de libros destas sus letras, y porque no tenían cosa en que no uviese superstición y falsedades del demonio, se les quemamos todos, lo qual á maravilla sentían, y les dava pena.”

Los mayas fueron artistas, y artistas muy notables. No creo que sobresalieron tanto en la escritura como en la arquitectura, y los encuentro, en lo general, inferiores a los nahoa en la primera de estas artes. Sin embargo, las obras que nos han legado no carecen de carácter y de energía. Hay en ellas crudezas, desproporciones, falta de conocimientos anatómicos en las figuras que representan al hombre, y cierta verdad cuando se trata de animales. Para aquellos artistas el carácter místico tuvo más valor que la realidad.

Los relieves pueden considerarse a veces como gigantescos mosaicos que por sus proporciones, labor, buena disposición y atrevimiento merecen elogios, y son muy superiores a las estatuas.

Los grandes monolitos que se encuentran en Guatemala y en Honduras, pueblos pertenecientes a la misma familia étnica, son para mí evidentemente labrados por los mayas, así como los que se encuentran en Chiapas, y aparecen como las obras más colosales y más nobles de cuantas en su género existen en la América. Pero es seguro que tales obras no son tan bien acabadas y tan artísticas como algunas de las que nos legaron los nahoas, entre las que puedo citar el famoso Huitzilopoxtli, que figura en el Museo Nacional de México, y cuya vista produce el terror que se propuso infundir el artista al caracterizar la sangrienta divinidad. Otro tanto puedo decir del Calendario azteca y de otras piezas que figuran en el mismo Museo, tan bien pulimentadas, tan ricas en detalles, tan bien concluidas como ninguna otra de las de nuestro continente.

Podría decirse que, por lo común, los centroamericanos (mayas) sobrepasaron a los demás pueblos del Nuevo Mundo en el alto y bajo relieve, y que los nahoas figuran a la cabeza en lo que respecta a la estatuaria.

Pero donde no tienen competidores los mayas es en la arquitectura, y cuantos conocemos las famosas ruinas de que está sembrando el territorio yucateco, nos explicamos fácilmente el entusiasmo de los viajeros que las visitan, y el irresistible impulso que los arrebata y obliga a entrar en disquisiciones, buscando analogías y lazos de unión con otros pueblos de la edad remota.   

Esos monumentos tienen, de seguro, un mérito real y positivo, y en ellos veo, más que en ninguno otra cosa, reflejado el espíritu del pueblo que hizo tales construcciones.

Al estudiar los restos de esos monumentales edificios, se convence uno de que fueros construidos conforme a planos preconcebidos con todas las proporciones y todos los detalles, y hasta el número y tamaño de las piedras debió haber sido determinado previamente, pues de no haber sido, así la confusión hubiese reinado, y no habrían resultado obras tan armónicas y homogéneas, a pesar de las complicaciones de su riquísima ornamentación.

¿Tenían los mayas instrumentos de precisión? ¿Conocían las medidas y las usaban? Cierto es que todos los pueblos de este continente se han distinguido por la perspicacia y agudeza de sus ojos, y cierto es también que el ojo fue anterior a la plomada y al nivel, y que, antes de que estos se inventasen, se construyeron grandes edificios. Para mí es seguro que los mayas, como los pueblos nahoas y los del Perú, tenían medidas e instrumentos rudimentarios, que les permitían nivelar y levantar paredes a plomo, que de otro modo no es concebible que se lograse la perfección que se nota en sus monumentales ruinas.

Todos los edificios están construidos con piedra caliza, única que se encuentra en la península. Unían las piedras con una argamasa hecha de arena y de la cal que obtenían quemando la roca. Revestían los edificios con una especie de estuco, el que se encuentra hoy aún en buen estado en algunas ruinosas paredes, desafiando la inclemencia del tiempo, la injuria de los años, el vandalismo de turistas estultos y de arqueólogos buscones. Se pasma uno al considerar cómo fueron llevadas aquellas piedras, algunas de las cuales deben pesar varias toneladas, a altura semejante a la del Castillo, en Chichen-Itzá, o a la Casa del Adivino, en Uxmal, por aquellas escaleras tan incómodas, de escalones tan estrechos y empinados, pues ya es empresa ruda ascender por ellos sin carga alguna.

Todas esas piedras debieron ser labradas en la llanura y después colocadas en su lugar, conducidas con gran cuidado para que no se estropeasen, y causa asombro la precisión de arquitectos y de canteros, de los artistas y de los albañiles, quienes lograron levantar paredes tan colosales, llenas de relieves, y todo calculado, ejecutado y colocado de tal manera que forma admirable conjunto.

Cuando se estudian detenidamente estos monumentos, se convence uno de que la principal intención del arquitecto maya fue imponer austeridad a sus obras, buscando el efecto óptico a considerable distancia, como si quisiese infundir respeto y temor a las personas que se acercasen.

Quizás no hay en el mundo región que contenga tantas ruinas como el territorio yucateco, pues por donde quiera que pasa el viajero encuentra montículos, pirámides, templos y otros restos de la civilización maya, y, como con tanta razón asienta Holemes, casi no hay aldea o ciudad moderna que no esté construida con materiales arrancados de los antiguos monumentos.

Entre las ruinas pertenecientes a estas razas centroamericanas, ofrecen grandísimo interés las de Piedras Negras, hoy en territorio de Guatemala, y las de Yaxchilán y el Palenke, en Chiapas. En territorio yucateco las más notables son las de Chacbolai, Chacmultum, Ichpich, Xcalumkín, Xcavil de Yaxché, Yaxché-Xlabpak, Xculoc, Chunbuhub, Almuchil, Xcalupococh, Itzimté, Tantab, Yacal-Chuc, Dsebkabtun, Dsibiltún, Chunyaxnie, Sabaché, Chacmultún, Sayil, El Tabasqueño, Huntichumul, Hochob, Nocuchich Kancabehén, Dsecilná, etc.

Pero las más famosas, las que más cautivan por su magnitud y su magnificencia, por su conjunto sorprendente y sus pasmosos detalles, son las de Uxmal y las de Chichén-Itzá, las dos ciudades emporio, en un tiempo, de la raza maya.

Esos monumentos sin arquitectos conocidos; esas estatuas sin nombre de artífices; esas ciudades muertas, esos templos vacíos, esos milenarios anónimos, testigos mudos de los tiempos que han transcurrido sobre sus frentes, de las humanidades que han desaparecido a sus pies, tienen algo de esfinges que guardan avaras sus impenetrables secretos, y que proponen, con sólo su presencia enigmas que apasionan el intelecto, y a los que más se dedica cuanto mayores son las dificultades que la solución ofrece.

Esas ruinas monumentales son las que hacen que surja rediviva ante nuestros ojos la civilización de un pueblo que, puede decirse, ha desaparecido por completo, pues que las hordas que hoy quedan, diseminadas en los bosques de extremo sur de la península, en pugna abierta con la humanidad, o los jirones que sobreviven entregados a las labores del campo, con el carácter de peones, no son ni sombras de lo que fueron sus soberanos antepasados.

Ante esas ruinas resurgen las deidades antropomórficas, los sacerdotes sombríos, los caudillos heroicos, las castas, los sacrificios horrendos, las solemnes fiestas, los agoreros, los hechiceros, todo aquello que desapareció al soplo helado de la muerte, y se vivifica al soplo ardiente de la historia.

Y vemos aquellas razas inteligentes transponer los umbrales de la ciencia, por la reflexión, y entrar en el mundo de las artes por la contemplación, aguijoneadas por la necesidad latente é ingente al par, del espíritu humano.

Y, como todo pueblo infantil, tuvo más facultades para las segundas que para las primeras, y en aquellas, siempre merced a su infancia, confundió la magnitud material con la grandeza espiritual, y, buscando lo grandemente hermoso, construyó lo hermosamente grande.

Partió, como todos los pueblos, de lo material a lo espiritual, y se paralizó cuando llegaba a los lindes de este. No pudo ir más allá en su evolución.

Por eso fue muy notable en la agricultura, la más materializada de las bellas artes, la que está más en contacto con la naturaleza, la que arranca directamente de la tierra; y, en su desenvolvimiento, alcanzó las primeras etapas de la escultura, consecuencia directa de la arquitectura, la que constituye el arte del hombre, en cuanto a cuerpo; y apenas dio los primeros pasos en la pintura, que constituye el arte del hombre en cuanto a espíritu. Se asegura, como lo he dicho ya, que cultivaron también la literatura; pero debió ser de una manera muy pobre. Ese es el arte de la inspiración, el arte del alma, la coronación de la obra humana, el eslabón que une al ser con el Creador.

Y todas esas ciudades, en un tiempo populosas, han muerto, como Babilonia, como Nínive, como Menfis, como Cartago. . .

Y solo quedan de esa civilización las ruinas, como documento, la tradición sustituyendo a la historia, ofreciendo ancho campo al sabio para sus disquisiciones y sus hipótesis, y al poeta para sus reconstrucciones románticas.

Las razas son como los grandes actores, que aparecen en la escena mundial oportunamente, hacen su papel y se retiran después, perdiéndose entre los bastidores de la muerte. En ocasiones el público entusiasmado los llama otra vez a la escena. Pero entonces no es el personaje el que reaparece, sino el hombre que lo representa, y el encanto queda destruido. 



América
1911, NY.