GABINETE DE LECTURA

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La danza prehispánica
Miguel Covarrubias

De todas las artes indígenas prehispánicas tal vez la música y la danza fueron las que recibieron de la Conquista el impacto más contundente y definitivo. Las artes plásticas indígenas, especialmente la escultura, representan nuestra más valiosa herencia artística y aun la literatura azteca fue rescatada en parte de la saña de los conquistadores por el más brillante y científico de los cronistas, fray Bernardino de Sahagún. De la música y la danza en cambio, no quedó nada fuera de las descripciones de los cronistas del siglo XVI –Sahagún, Durán, Motolonía, Mendieta, Torquemada y Landa– testigos oculares de casi increíbles danzas nacionales, fastuosas y emocionantes, en las que participaban miles de bailarines, incluyendo aun al mismo emperador, danzas que llenaron de asombro a los españoles por la perfección técnica que con que se manejaban los enormes conjuntos.

            La danza, como la mayoría de las artes indígenas, tenía un profundo sentido religioso y los conquistadores tuvieron buen cuidado de suprimirlas radicalmente. Sin embargo, a raíz de la Conquista se trató de aplicar la danza indígena al servicio de la Iglesia y existe un valioso dato, una pintura en el Códice de Tlatelolco, que muestra danzantes vestidos de águilas y tigres bailando ante el virrey Velasco y el arzobispo Montúfar, junto con los gobernadores indígenas de México-Tenochtitlan, México-Tlatelolco, Tlacopan y Tetzcoco, en la ceremonia de la dedicación de los cimientos de la primera catedral. Tal vez nuestros modernos Concheros que bailan en la fiesta de la Basílica de Guadalupe y Los Remedios sean pálidas sobrevivencias de esta nueva función de la danza ceremonial. Existen además remotos grupos indígenas que conservan aun danzas de carácter prehispánico como los yaquis de Sonora, los huicholes de Nayarit, o los tzotziles o “Chamulas” de Chiapas, pero no se pueden comparar estas danzas locales de la periferia, más o menos primitivas y estrictamente tribales, con la complejidad, el refinamiento y colosal escala de las danzas de los pueblos civilizados como los mexica y los mayas, sobre los cuales tenemos algunos datos.

            Es un hecho, por otra parte, que existe un concepto popular de la danza prehispánica formado a través de la interpretación romántica y falsa del indigenismo porfiriano, de los carteles de mercaderías con nombres indígenas, de los festivales escolares y los espectáculos oficiales, un concepto totalmente mistificado, de un gusto ramplón y operático. De ahí los feroces guerreros semidesnudos con la cara pintarrajeada de vivos colores, los grandes tocados de plumas de pavoreal, las lujosas capas de raso adornadas con grecas, los escudos de cartón y las máscaras de utilería; o bien, las púdicas doncellas con huipiles de lentejuelas en actitudes de invocación que recuerdan los bailables de Aída. Los exponentes contemporáneos de esta danza “prehispánica” van desde los humildes Concheros o huehuenches, que son clubes o sociedades religiosas que bailan como manda en las fiestas de los santos, para propiciarles a través de una especie de culto de los antepasados “chichimecas” que ellos interpretan a su modo, hasta los bailarines y coreógrafos “cultos” que llevan a la escena danzas con temas prehispánicos sin hacer el menor esfuerzo por adentrarse en el espíritu místico y esencialmente rítmico de la danza indígena como la describen los cronistas. Los Concheros, pese a su falta de propiedad histórica, dentro de su propia humildad, han logrado una reconstrucción más auténtica y más emotiva que los insinceros y superficiales esfuerzos que hemos visto en nuestros escenarios. En el ballet Tozcatl, en el que el coreógrafo Xavier Francis logró una vigorosa interpretación del estado de ánimo del joven mexica que se somete voluntariamente al sacrificio, no se recurrió a elementos prehispánicos, ni musicales ni coreográficos.

            Es revelador para comprender el espíritu de la danza mexica el interpretar sus varias designaciones: Motolinía en sus Memoriales (Cap. 27) nos dice que la palabra para danza o ballet era maceualiztli, de maceua, danzar, hacer penitencia; o bien, netotiliztli, de netolli, voto o promesa. Ambos tienen como raíz la idea de exvoto o “merecimiento”, y comenta Motolinía: “tenían este baile por obra meritoria, así como en las obras de caridad, de penitencia y en las otras virtudes hechas por buen fin...En estas fiestas y bailes no solo llamaban y honraban y alababan a sus dioses con cantares de la boca, mas también con el corazón y con los sentidos del cuerpo, para lo cual bien hacer, tenían y usaban muchas maneras, así en los meneos de la cabeza, de los brazos y los pies como con todo el cuerpo trabajaban de llamar y servir a los dioses por lo cual aquel trabajoso cuidado de levantar sus corazones y sentidos a sus demonios, y de servirles con todos los talantes del cuerpo, y aquel trabajo de preservar un día y parte de la noche llamábanle maceualiztli, penitencia y merecimiento...” Queda pues bien claro que se bailaba principalmente, como lo hacen nuestros Concheros, como manda o exvoto, para complacer y honrar a los dioses. Teniendo la danza un sentido tan profundamente religioso y mágico, cualquier error afectaría al propósito de las grandes danzas y sería un verdadero atentado contra el bienestar del estado, lo que en cierto modo nos explica el párrafo de Sahagún (T. II, Lib. 8, Cap. 17) que dice: “...y andando en el baile, si alguno de los cantores hacía falta en el canto, o si alguno de los que tañían el teponaztli y atambor, faltaban en el tañer, o si los que guiaban erraban en los meneos y contenencias del baile, luego el señor los mandaba prender y otro día los mandaba matar...”

            No todas las danzas eran de carácter mágico o religioso; en todas las crónicas hay menciones de danzas de placer, y el mismo Motolonía dice que netotiliztli “quiere decir propiamente baile de regocijo con que se solazaban y tomaban placer los indios en sus propias fiestas, así com los señores y principales en sus casas y casamientos”. Tal vez de netolli se deriva la palabra “mitote” que usaban los españoles para las fiestas indígenas, palabra que se ha incorporado a nuestro idioma como sinónimo de bullicio, aunque en el diccionario náhuatl de Molina de 1571 aparece la palabra mitotía para bailar y danzar. Motolinía aclara que otra palabra que empleaban los españoles para las danzas indígenas, areyto, era de origen antillano.

            La organización del aprendizaje de la danza y de la música nos da una idea de su importancia dentro del mecanismo del estado; Durán cuenta que había academias especializadas de danza en los centros importantes como Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan. La “Academia de Danza” de la gran Tenochtitlan estaba ubicada “en donde son ahora los Portales de Mercaderes, junto a la cerca grande de los templos”, es decir, por El Centro Mercantil. Estas academias tenían horarios fijos que eran observados con gran puntualidad por los jóvenes alumnos, muchachos y muchachas, guiados siempre por ayos, ancianos de su mismo sexo, que los recogían en sus casa para llevaros a la escuela, cuya principal misión era vigilar su buen comportamiento en todas ocasiones.

            Los alumnos esperaban en cuartos separados para hombres y mujeres la hora de la clase; los músicos empezaban a tocar en el patio, lo que servía de señal para que los muchachos salieran y escogieran pareja entre sus conocidas. Los maestros enseñaban los pasos con mucho esmero, manteniendo un orden y una disciplina asombrosos, y el alumno que se atrasaba para aprender algún paso difícil era retenido hasta que el maestro quedaba satisfecho, frecuentemente hasta muy avanzada la noche.

            Sahagún (T. II, Lib. 8) nos da un dato más, el nombre de la escuela: Mixcoacalli, literalmente “Casa de la Vía Láctea”, donde se reunían los cantantes, los músicos y los bailarines, maestros y discípulos, de México y Tlatelolco. Frecuentemente el emperador visitaba la escuela, cuando quería ver bailar u oír algunos cantos nuevos. Los nobles y señores tomaban un vivo interés en la escuela “para regir bien el reino” y cuidaban que los bailarines, músicos y cantantes estuvieran bien alimentados, bien vestidos, y que los músicos tuvieran los mejores instrumentos. Ellos mismos acudían a enseñar los pasos, participaban en las danzas y dictaban los temas de los cantares.

            Durán nos dice que la escuela tenía su dios, una estatua de piedra que por su descripción es indudable que se trata del famoso Xochipilli del Museo Nacional de Antropología. Durán lo describe con los brazos extendidos en posición de danza, con las manos agujeradas para colocarle ramos de flores y plumas preciosas.Tenía su nicho especial, pero a veces se le bajaba al patio para colocarlo junto al teponaztli. Xochipilli o Macuixochitl, el Apolo mexica, era el principal dios de la danza, así como de todo lo que significaba placer –de la música, del canto, de las flores, de la alegría y del amor– y constituía con su mujer Xochiquetzal la pareja divina más popular del panteón mexica. Había otros dioses de la danza: Ixtliton, El Negrito, hermano de Xochipilli, y Ueuecoyotl, Coyote Viejo, que aparece en el Códice Borbónico dirigiendo la danza, personificado por un bailarín enmascarado suntuosamente vestido. Algunas de estas deidades de la danza llevan al cuello una insignia especial, el oyoualli, en forma de coma o de uña de felino perforada al centro.

            La música que acompañaba las danzas era aparentemente mucho más compleja de lo que la simplicidad de sus instrumentos sugiere, y consistía de conjuntos corales con un fondo rítmico o acompañamiento de percusiones, en el que era básica la combinación del gran tambor vertical, el ueuetl, con el gong de madera con dos tonos, el teponaztli. Esta combinación todavía se usa en algunas fiestas, aunque más especialmente en la zona Puebla-Tlaxcala, agregándole un instrumento de viento, la chirimía, especie de oboe primitivo de origen europeo. Según los cronistas los tocadores de ueuetl empezaban a tocar un ritmo lento y bajo que iba cambiando a través de la danza, aumentando el volumen poco a poco, variando y acelerando los ritmos. El ueuetl prehispánico se tocaba, no con las baguetas como se hace hoy, sino con las manos, lo que permitía obtener modulaciones más finas de la calidad del sonido. El teponaztli se tocaba con dos baguetas con un extremo amortiguado con hule, y actuaba según Motolinía, como contrabajo. Había además otras percusiones: sonajas, raspadores y carapachos de tortuga, que se usan todavía en el Istmo de Tehuantepec, y se tocan con unos cuernos de venado para producir dos tonos, una especie de teponaztli primitivo. Otros instrumentos que se usaban en las danzas eran las trompetas como las de los frescos de Bonampak, o de grandes caracoles marinos, las ocarinas y silbatos, y las flautas de carrizo, de hueso o de barro, desde las más simples a algunas dobles y cuádruples, que revelan un sentido muy complejo de la armonía. La base de la gran música para la danza era el hábil manejo de conjuntos corales; había cantares de guerra, de amor, de loor a los dioses y a los señores, y todos los cronistas insisten en que todas las danzas iban acompañadas de coros que asombraban a los españoles por su disciplina y perfección. Samuel Martí (“Música de las Américas”, Cuadernos Americanos, año IX, No. 4, julio-agosto 1950) ha demostrado que la música prehispánica tenía un sentido muy desarrollado del ritmo, melodía, armonía, de los matices y la modulación.

            En todo el mundo la danza aparece ya desde los principios de la cultura humana y es natural que en México se evidencie aun en las culturas más antiguas. Existen interesantes representaciones de danzantes desde las épocas más remotas que conocemos. En Tlatilco, perteneciente a la cultura preclásica o “arcaica” del Valle de México, fechada por 1400 a. C., hay innumerables figurillas de barro de bailarines con máscaras, sonajas en las manos, y lo que parecen ser cascabeles que les cubren las piernas que sugieren los tenabares de los yaquis; hay bailarinas gordas, con los brazos y la cabeza descoyuntadas en posturas violentas y con faldillas de fibra como las de las bailarinas de Polinesia, algunas con grandes resplandores atados a la espalda. De Colima, tal vez también de la época “arcaica”, hay grupos de figuritas de barro que representan danzas circulares de hombres y mujeres alternados abrazándose, que bailan en círculo alrededor de los músicos que tocan sonajas y golpean el suelo con unos palos.

            Los mayas nos dejaron muchas representaciones de bailarines, pintadas en murales, modeladas en barro, o talladas en piedra en bajorelieve en las estelas. Bien conocidas son las escenas de danzas con disfraces de animales: cangrejos, iguanas y lagartos y el gran ballet en las escaleras de un templo con bailarines fastuosamente vestidos de los frescos de Bonampak. La estela 9 de Oxkintok en Yucatán muestra un par de bailarines, uno de ellos, un viejo en una postura típica de las danzas de Indochina. Hay figurillas de barro en el Museo Nacional de Guatemala, y el fragmento de Jaina, Campeche, reproducido aquí, en posturas elegantes también sugestivas de las danzas de Cambodia y Siam. Las famosas “cabecitas sonrientes” de Veracruz pertenecen a figuras de barro huecas que representan adolescentes en posturas de danza, con los brazos en alto y las manos extendidas, a veces llevando sonajas. Hay muchas representaciones de danzas en los códices, principalmente en los mexicas, y el Códice Borbónico es una verdadera mina de información sobre los trajes y las danzas ceremoniales de Tenochtitlan.

            No cabe duda que la danza prehispánica era uno de los aspectos más vigorosos y populares de las culturas indígenas y a juzgar por las opiniones de los cronistas estaban muy lejos de ser el simple huaracheo rítmico y monótono que imaginamos. Se les compara constantemente con las danzas preclásicas de Europa y se les elogia continuamente por su destreza, gracia y agilidad. Parce que se establecía una estratificación social en las danzas; Durán dice que los bailes de los señores eran pausados y se cantaban en tonos graves, mientras que las de los jóvenes eran danzas de placer, más rápidas y los cantos eran más altos, diferenciándolos de los bailes del pueblo, que se cantaban en falsete, con ritmos muy rápidos y movimientos muy violentos que les valía el nombre de “baile de comezón”, cuecuecheuycatl, “...un baile tan agudillo y deshonesto que casi tira al baile de esta zarabanda que naturales usan, con tantos meneos y visajes y deshonestas monerías que fácilmente se verá ser baile de mujeres deshonestas y de hombres livianos...”

            Había también danzas acrobáticas y juegos con danza. Conocemos el espeluznante Volador, ejecutado por hombres vestidos de pájaros, del que nos da Torquemada una vívida descripción y que se baila todavía en Papantla y Quetzalan; los “Quetzalines”, también de la sierra de Puebla; y Durán nos describe danzas en zancos “de una o dos brazas de largo” que se bailaban con gracia y ligereza alrededor de un tambor. Durán también menciona la danza ilustrada por Clavijero de un hombre que bailaba sosteniendo a dos individuos sobre sus hombros, los que llevaban ramos de flores y plumas en las manos. Había danzas guerreras como la de los mayas descrita por Landa en las que unos ochocientos bailarines llevando banderas en las manos bailaban todo el día “sin que nadie se equivocara”.

            La culminación de la danza tenía lugar en las grandes fiestas religiosas cada mes, es decir, cada veinte días, que se preparaban cuidadosamente con gran anticipación, ensayando los pasos y los cantares, preparando los espectaculares y fastuosos vestuarios de los sacerdotes y señores, y las enormes cantidades de alimentos que consumían los bailarines, músicos y cantantes, que fluctuaban entre mil y cinco mil participantes. Es casi increíble que se pudieran organizar tales conjuntos, y todos los cronistas están de acuerdo en el número de participantes, sin una gran maquinaria oficial especialmente dedicada a la danza. En estas danzas nacionales participaba el pueblo, la nobleza, los sacerdotes y el mismo emperador; el patrón general era una serie de círculos concéntricos de creciente tamaño que giraban alrededor de los músicos y cantantes, cada círculo dedicado a edades y clases sociales diferentes: los viejos y los nobles en los círculos interiores, los jóvenes y el populacho en los exteriores, cada círculo moviéndose en distintos tiempos y direcciones, los más estrechos con pasos lentos y mesurados, los exteriores más rápidos y movidos, hasta los últimos, que balaban con ritmo vertiginoso. Los pasos se hacían en fila siempre o por parejas, abrazados o cogidos de las manos, con pasos adelante, hacia atrás y vueltas, cambiando de paso o de ritmo según las indicaciones de los tambores o de los cantantes. Algunas danzas solamente se bailaban de tempo en tiempo, como la de la fiesta Atamalqualiztli, cada ocho años, cuando se suponía que bajaban los dioses a bailar con los humanos. Estos se vestían de aves, mariposas, moscas y abejorros, y como en la famosa danza de las serpientes de los indios hopis de Nuevo México y Arizona, tomaban culebras vivas de una fuente y bailaban con ellas en la boca (Sahagún, T. I, Lib. ii).

            Es en estas grandes fiestas en donde aparece el aspecto más feroz y espeluznante del ceremonial mexica; casi todas estas danzas culminaban con el sacrificio de seres humanos, generalmente un hombre o mujer escogido que se sometía voluntariamente para personificar a la deidad a quien eestaba dedicada la fiesta. El gran final consistía en arrancarle el corazón, cortarle la cabeza y bailar con ella en la mano, como en la fiesta de Tititl, o como en la fiesta de Oxpaniztli, en la que se sacrificaba y luego se desollaba a la mujere que representaba a Teteoinan, la Madre de los Dioses, para que un joven robusto se vistiera con su piel y bailara con ella. La más conocida de estas fiestas es la de Toxcatl, en el quinto mes, para la que durante todo un año se preparaba a un joven escogido para representar al gran dios Tezcatlipoca. Se le daba la más completa enseñanza de la danza y de la música y aprendía a tocar la pequeña y agudísima flauta de barro especial para esta ceremonia. Durante todo ese año se le atendía como al dios mismo y podía hacer lo que mejor le placiera. El día de la fiesta todo el mundo se vestía con sus más lujosos trajes y las jóvenes se adornaban con flores blancas. Todo el mundo bailaba; el joven Tezcatlipoca guiaba las danzas plebeyas “culebreando como en las danzas populares de Castilla” y bailaba la tlanahua, “danza abrazada”. Así pasaba el día, bailando alegremente y tocando sus flautitas, hasta el mismo momento en que se entregaba en las manos de los que lo iban a sacrificar.

            He aquí solamente algunos aspectos, y apenas esbozados, de la danza indígena, pero un estudio concienzudo de las referencias sobre la danza prehispánica y sus sobrevivencias, propiamente interpretado por los arqueólogos, etnólogos, musicólogos y bailarines contribuiría a aclarar este importantísimo aspecto de la cultura nacional. Solamente a través de una comprensión profunda del espíritu y del arte indígena y un conocimiento exacto de los datos auténticos que nos proporciona la arqueología y la etnografía, podrán nuestros futuros coreógrafos crear un importante aspecto de la danza mexicana, como ya o lograron los grandes bailarines Uday Shankar y Ram Gopal, en la India, o Meilan-fang, en China, quienes fueron directamente a las fuentes arqueológicas e históricas de sus épocas de apogeo artístico para recrear un nuevo arte nacional.

 

 

Artes de México
Marzo-Agosto, 1955
Año III, Números 8 y 9